Sesión de tarde

Yo no quería ir. Pero él me lo pedía y yo iba. Me inventaba excusas. Pero él insistía y yo terminaba por ir. El me lo pedía, insistentemente. ¿Qué podía hacer? Ir, no podía hacer otra cosa. Así que iba, me sentaba y miraba. No sé si eso a él le gustaba más que a ella (que supongo que si; si no no insistiría tanto), o era ella a quien más le excitaba o era a los dos por igual. No lo sé, y en todo caso da igual. Pero no os confundáis, mariconadas las justas. Yo solo la miraba a ella, o al menos eso intentaba. Me costaba mucho  porque él no me lo ponía fácil. Apenas centraba mí vista dos segundos sobre sus pechos que él los estrujaba con sus manazas. Solo un parpadeo sobre su culo sonrojado y él ya pasaba de abajo arriba para montarla. Fijar mi mirada sobre su cara perlada y sus dientes sobre el labio para verla desaparecer en su entrepierna…

A mí esto fue irritándome más y más. Fastidiándome y sacándome de quicio, aunque no dijera nada. Volvía a negarme y él a redoblar sus esfuerzos por convencerme. Así que volvía a ir. Y a mirarla. Y a ver como ella también me miraba a mí, con todo el esfuerzo que eso le suponía. Mi rechazo fue creciendo tarde tras tarde como la espuma de un barril de cerveza purgada sobre una jarra antes de comenzar a servir las pintas. O como cuando alguien te toca mucho los cojones y decides cubrir su cabeza con una bolsa de plástico justo antes de que se corra. Ella gritó. A él nadie le oyó.

Coney Island, pequeño

Then we want down to Coney Island on the coaster and around again

And no one´s gonna ever tear us apart cause she´s my sweetheart

(Ramones, Oh Oh I Love Her So Much)

La luz de Coney Island es fuerte e intensa. Duele como un amanecer nuclear. Como el fundido a blanco de los tipos que contemplan su propia muerte en el cine. No ayudan los carteles y la publicidad descolorida de las atracciones. Estas rezuman decadencia; hablan de otros tiempos a los que se llega moviendo el dial de alguna vieja radio donde suenan Glenn Miller y su orquesta. O quizá las cuatro chordettes y su Lollypop. Más de sesenta años después de que los muchachos ganaran la guerra en el Pacífico y al otro lado del Atlántico, el marinero torcido buscaba su beso de la victoria. Con escasa fe y ánimo.

La cita los reunía en la taquilla de la noria. Un joven disponía una pequeña mesa y silla de tijera para después extender el tapete donde mostraría a quien lo solicitara su fortuna expresada en la suerte del tarot. El loco, la rueda y la muerte, pensó el marinero nervioso, escuchando en segundo plano el golpeo sobre la madera de unos tacones aproximándose. Se gira para contemplar a foto real en toda su extensión. La mide en pies y pulgadas, en nudos y en brazas.  En millas… Ella desde lo alto baja sus gafas cat eyes hasta la mitad de la nariz para escanear al marinero mediano.

El marinero triste no recoge redes; es maquinista. La fragua del buque ha esculpido sus brazos de hierro vizcaíno como si de una escultura de Oteiza se tratara.  Huele a gasoil y sus uñas lucen el luto perenne del aceite que se filtra y nutre las maquinas de la nao.

30 centímetros es alta y estrecha de caderas, como los raíles de una vía férrea rellenada en tramos con el algodón de azúcar que ahora forman sus redondeces en labios y cuerpo. Desprende una fragancia a vainilla y coco y sus ojos chispean con la mirada de los felinos que observan a su presa acechantes.

Ambos, el marinero malo, de luces, tarugo como el de la lucha libre americana y trompa de elefante, boca complaciente, se reconocen ya. La cita se ha concertado por teléfono después de un rápido vistazo a la sección de contactos. Se saludan y pasean juntos a lo largo de la línea de costa.

–          No sabía que Brooklyn tuviera playa… dice el marinero rompehielos.

–          Esto es Coney Island, pequeño… responde estudiante universitaria.

Y pasan a contarse su historia, como dos nuevos amantes un domingo al mediodía tras el sexo y la resaca.

El dolor es un buen punto de partida, con el inconveniente de que el destino siempre te lleva de vuelta al mismo lugar, cualquiera que sea el puerto, resume el marinero vacio. Si navegas es lo que obtienes. Antes de ser argonauta, el marinero inconstante vivía apegado a la tierra, en pareja, proyectando artificios en forma de piso de alquiler, ayudas del Estado, pantallas OLED de 42 pulgadas y listas de boda. La cosa se torció para el marinero sin segunda oportunidad, dejándole el epíteto y con su curva llevándole hacía la mar, la única frontera abierta para los pueblos que viven de frente a ella. Es más fácil  marcharse que ser abandonado, había escuchado en una canción.

Pelirroja natural tiene un trasfondo nuevo por cliente; es más divertido así. Pero el real, su secreto, no lo esconde, porque a nadie le interesa. Y de esta manera permanece en la más oscura de las profundidades, a la vista de todos los que miran pero no observan. Digamos pues, esta tarde, que vino desde  un pequeño pueblo como el del marinero mal vestido soñando con ser actriz y cantante. Y que esto es solo temporal. O mejor aún, que lo hace de buen gusto.

La tarde se estira y se contrae para la pareja entre casetas y distraimientos: la Casa del Terror, donde el verdadero miedo espera fuera o la Montaña rusa, con su recordatorio innecesario de que todo lo que sube, baja, y mientras tanto solo hay vértigo, gritos y mareo.

Después de su brillo más cegador y dañino, el sol se larga para que el marinero de barra de corales mire las gaviotas y sienta la llamada de su buque que le llama desde Newark, la Nuarca de los emigrantes gallegos. Su nave es una ballena que engulle y traga a los hombres para vomitarlos en los muelles, para que vuelvan después corriendo al refugio de sus entrañas de acero asustados de tanto espacio y libertad.  El marinero con prisa aprieta la mano de francés natural y la forra con un generoso fajo de billetes, algo más de lo acordado. Y la aprieta con la sinceridad del beso que se sabe último y definitivo.

A muñeca pechugona no le salen las palabras mientras el marinero interruptor le da la espalda. Este camina hacia la estación de metro con la precaución de la parada en urinarios, sabedor de que el viaje va a ser largo. Para esto ya no es un niño pequeño y con las ganas contenidas y la sacudida que prevé tendrá algo parecido a un orgasmo. Al marinero fugado los tacones de nuevo a su cruz le cortan súbitamente la meada. La voz de 120 de pecho vibra al filo de su nuca:

–          Tenemos que dejar de vernos en estos sitios, marinerito… Pero ahora tengo algo que darte. Lo mejor de dos mundos.  Carne y pescado. Dulce y salado…

Con su cara junto al frío del azulejo, con su mano empujada a explorar el culo de nueva en la ciudad, abriéndose ante el empuje de su sexo, el marinero inspirado rectifica: el dolor es el mejor punto de partida.