Yo no quería ir. Pero él me lo pedía y yo iba. Me inventaba excusas. Pero él insistía y yo terminaba por ir. El me lo pedía, insistentemente. ¿Qué podía hacer? Ir, no podía hacer otra cosa. Así que iba, me sentaba y miraba. No sé si eso a él le gustaba más que a ella (que supongo que si; si no no insistiría tanto), o era ella a quien más le excitaba o era a los dos por igual. No lo sé, y en todo caso da igual. Pero no os confundáis, mariconadas las justas. Yo solo la miraba a ella, o al menos eso intentaba. Me costaba mucho porque él no me lo ponía fácil. Apenas centraba mí vista dos segundos sobre sus pechos que él los estrujaba con sus manazas. Solo un parpadeo sobre su culo sonrojado y él ya pasaba de abajo arriba para montarla. Fijar mi mirada sobre su cara perlada y sus dientes sobre el labio para verla desaparecer en su entrepierna…
A mí esto fue irritándome más y más. Fastidiándome y sacándome de quicio, aunque no dijera nada. Volvía a negarme y él a redoblar sus esfuerzos por convencerme. Así que volvía a ir. Y a mirarla. Y a ver como ella también me miraba a mí, con todo el esfuerzo que eso le suponía. Mi rechazo fue creciendo tarde tras tarde como la espuma de un barril de cerveza purgada sobre una jarra antes de comenzar a servir las pintas. O como cuando alguien te toca mucho los cojones y decides cubrir su cabeza con una bolsa de plástico justo antes de que se corra. Ella gritó. A él nadie le oyó.